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       El 
          Campanillo  | 
  
LA 
  MESA COMPARTIDA
  José Morales
A Isabel, que comparte 
  ya con Cristo Resucitado
   y vivo la 
  mesa y la fiesta que el Padre Dios
  tiene preparada para todos sus hijos.
  
  Cada año, en este artículo de El Campanillo, recordamos un aspecto 
  de la Eucaristía, ése gran regalo que Cristo nos ha dejado a los 
  cristianos. En esta ocasión vamos a centrar nuestra atención en 
  la Eucaristía como "mesa compartida".
  
  En el ambiente cultural en que viven Jesús y las primeras comunidades 
  cristianas, la comida en común, la mesa compartida, es un acto creador 
  de comunión y fraternidad, un espacio para la alegría y la fiesta. 
  Invitar a los otros a la propia mesa es tanto como ofrecerles nuestra amistad 
  y acoger-los en ella. Compartir con otros el propio pan y el vino en una misma 
  mesa es tanto como compartir la vida, pues se comparten los medios básicos 
  de subsistencia. Comer juntos es abrir a otro la propia casa exterior e interior 
  para disfrutar de su amistad y compañía.
  
  Nada tiene, pues, de extraño que, desde muy antiguo, los com-patriotas 
  de Jesús se imaginaran el Reino de Dios como una mesa compartida, a la 
  que el Padre Dios invitaría gratuitamente a todos los hom-bres y mujeres 
  a gustar y saborear el gozo de la liberación y salvación plenas, 
  vividas y disfrutadas en comunión fraterna (Is 25, 6-9; 55,1-2). 
  
  Los escritos de Nuevo Testamento manifiestan de muchas formas que Jesús 
  y las primeras comunidades compartían esta esperanza en la llegada del 
  Reino de Dios y sus expresiones culturales. Los Evangelios nos hablan no sólo 
  de las comidas de Jesús, sino también de las parábolas 
  (muchas de las cuales son charlas de sobremesa), en las cuales Él anuncia 
  el Reino de Dios como un gran banquete. La última cena de Jesús 
  con los suyos, en la que instituye la Eucaristía, está toda ella 
  impregnada de este sabor y de este sentido (Lc 22, 14-20). Las apariciones del 
  Resucitado tienen lugar casi siempre en el ámbito de una comida, en la 
  que los discípulos reconocen al Cristo Resucitado en el "partir 
  el pan" y disfrutan de su presencia (Lc 24, 13-43; Jn 21, 10-13).
  
  Jesús de Nazaret introduce, sin embargo, dos novedades importantes tanto 
  en su manera de anunciar el Reino de Dios bajo el símbolo de una comida 
  como en su manera de comer (Lc 14, 15-24; Mt 8, 11).
  
  Para Jesús el Reinado de Dios, el proyecto que el Padre Dios tiene para 
  la humanidad, es una realidad ya presente en su persona y en su actividad liberadora. 
  Por eso la cena eucarística que Jesús nos deja como memorial de 
  su persona, de su vida y de su entrega, implica ante todo vivir y compartir 
  ya con Él, resucitado y vivo, el Reinado de Dios en espera de su plenitud.
  
  Por otra parte, muchos compatriotas de Jesús, "que se tenían 
  por justos y despreciaban a los demás", pensaban que Dios sólo 
  invitaba a la mesa del Reino a los justos. Por eso ellos, no só-lo no 
  se sentaban a comer con los publicanos y pecadores, sino que les resul-taba 
  escandaloso que Jesús lo hiciera (Mt 9, 10-13; Lc 15, 2). Jesús, 
  en cambio, comparte la mesa con publicanos y pecadores, con los pobres y marginados. 
  Con ello proclama públicamente que el Reino de Dios también está 
  abierto a ellos. Sus comidas con gente excluida y marginada social y religiosamente 
  son un testimonio público de que el Pa-dre Dios abre su casa y sienta 
  a su mesa, es decir, ofrece su amor, su amistad, su comunión a los marginados 
  religiosa y so-cialmente. 
  
  Creo que la comunidad cristiana necesita hoy, sobre todo de cara a las generaciones 
  más jóvenes, ir dando pasos para recuperar poco a poco esta dimensión 
  de fiesta familiar y de mesa compartida, que tiene nuestra Eucaristía, 
  donde disfrutamos de la presencia del Señor Resucitado que camina con 
  nosotros, donde compartimos con alegría el Pan de su Palabra y los ecos 
  que esa Palabra despierta en cada uno de nosotros, donde podemos ayudarnos unos 
  a otros a descubrir y vivir los valores del Reino de Dios, donde vamos aprendiendo 
  a abrirnos con sinceridad y generosidad a los pobres y excluidos, a compartir 
  nuestros bienes con ellos y a hacer de sus problemas nuestros problemas, donde 
  vamos descubriendo el servicio que la comunidad necesita de cada uno de nosotros
, 
  donde todos somos importantes y estamos llamados a participar activamente en 
  la comida, en la fiesta y en la tarea.
  
  El camino de la renovación es largo y la tarea no es fácil. Pero 
  cuanto antes nos decidamos a emprenderla entre todos, antes superaremos el ritmo 
  cansino y la dinámica rutinaria que hacen poco atrayentes algunas de 
  nuestras celebraciones eucarísticas.