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       El 
          Campanillo  | 
  
LA IGLESIA VIVE DE LA EUCARISTÍA. José Morales Carmona
Con estas palabras comienza 
  la carta encíclica sobre la Eucaristía, que el Papa Juan Pablo 
  II ha regalado a la Iglesia el Jueves Santo pasado. Cuando he leído esas 
  primeras palabras que dan título a la encíclica, me ha surgido 
  una pregunta: ¿Qué es lo que acontece en la Eucaristía, 
  qué es lo que vivimos y celebramos en ella, para que el Papa nos diga, 
  con toda razón, que ahí está la fuente de donde brota la 
  vida de la Iglesia? En la Eucaristía de la Iglesia hay tres aspectos 
  o dimensiones que justifican plenamente la afirmación del Santo Padre.
  
  1º En la Eucaristía celebramos sobre todo la presencia real del 
  Señor Resucitado en medio de nuestra comunidad eclesial. Cuando cada 
  domingo la Iglesia convoca a los cristianos para celebrar la Eucaristía, 
  nos reunimos para celebrar ante todo el amor del Padre que resucita a Jesús 
  y lo regala a su Iglesia, como el don más preciado, en los signos del 
  pan y de vino. Quizás sea esto lo que las primeras comunidades cristianas 
  han querido transmitirnos, al decirnos que ellas "al partir el pan" 
  vivían y experimentaban la presencia real del Crucificado Vivo, que los 
  reunía de nuevo, que los liberaba de sus miedos, que los for-talecía, 
  que los impulsaba a la preocupación activa por los pobres y a la solidaridad, 
  que los lanzaba a abrirse al mundo entero. 
  Como les ocurrió a los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35), 
  en cada Eucaristía el Señor resucitado sale también a nuestro 
  encuentro en el camino de la vida y nosotros, como aquellos discípulos, 
  sentimos que "arde nuestro corazón" al escuchar su Palabra 
  y que "le reconocemos al par-tir el pan".
  Los cristianos de hoy tendríamos que aprender, como hicieron las primeras 
  comunidades cristianas, a vivir nuestra misa de cada domingo como una verdadera 
  aparición de Cristo, resucitado y vivo, en medio de nuestra comunidad 
  para iluminar nuestra vida con su Palabra, para alimentarnos con su Cuerpo en 
  nuestro caminar por este mundo, para experimentar la fuerza y el calor que proporciona 
  la amistad de los hermanos reunidos en Comunidad. Tendríamos que ir aprendiendo 
  los cristianos a vivir nuestra misa dominical, no como una obligación 
  pesada, sino como la verdadera y auténtica fiesta de nuestra comunidad, 
  donde todos participamos.
  
  Realmente la Iglesia de Jesús vive de esta presencia del Resucitado que 
  la sostiene y acompaña en su caminar por este mundo y de la cual la Eucaristía 
  es el Sacramento por excelencia. 
  2º En la Eucaristía celebramos el amor desinteresado y sacrificado, 
  la entrega generosa y el servicio sin reservas de Jesucristo en favor de toda 
  la humanidad. Las palabras que en la consagración se pronuncian sobre 
  el pan y el vino y que expresan la entrega de Jesús, el gesto de partir 
  el pan para repartirlo entre todos y la invitación que se nos hace a 
  todos a comer de él nos están recordando lo que fue realmente 
  toda la vida de Jesús: un pan partido y repartido, una vida devorada 
  por todos los que tenían hambre de vivir, de ser amados, de ser escuchados, 
  comprendidos y sanados. La naturalidad con que ahora repartimos el pan entre 
  todos nos recuerda la naturalidad con que Jesús se repartía a 
  sí mismo sin reservarse nada, sin guardarse nada, y entregaba a todos 
  su tiempo, su afecto, su interés, su amistad. 
  
  Nuestra comunidad eclesial, si quiere ser la Iglesia que Jesús quería, 
  ha de aprender a hacer de su vida una Eucaristía permanente, es decir, 
  una entrega por amor al Padre en favor de los hermanos, sobre todo en favor 
  de los más empobrecidos, los excluidos y marginados. Para ello tenemos 
  que aprender a alimentarnos de Jesús en la Eucaristía de cada 
  domingo: de su Palabra viva, del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre y del 
  calor que dan la presencia y compañía de los hermanos, cuando 
  son sinceras y vivas. 
  2º La Eucaristía es comida de fraternidad, donde "todos participamos 
  de un mismo pan". Nos dicen los Evangelios que Jesús acostumbraba 
  a celebrar comidas de fraternidad, donde tomaban parte los pecadores, los excluidos, 
  los marginados y los despreciados. Con ello nos estaba diciendo que a Dios sólo 
  podemos acogerlo como Padre, si los hombres y mujeres, dejando a un lado nuestras 
  diferencias, somos capaces de sentarnos a compartir como hermanos la mesa de 
  esta tierra. Probablemente la última cena, donde Jesús instituye 
  la Eucaristía, fue una de esas comidas de fraternidad, que Jesús, 
  presintiendo ya cercana su muerte, quiso celebrar con sus amigos más 
  íntimos como gesto de despedida y como testamento. Por eso las primeras 
  comunidades entendieron y vivieron siempre la celebración eucarística 
  como una reunión de comunión y fraternidad, que les llevaba a 
  compartir los bienes y a ponerlos al servicio de los pobres. (Hch 2, 42-45).
  
  El Concilio Vaticano II nos presentó a la Iglesia principalmente como 
  Comunión y como Fraternidad, donde todos somos iguales en dignidad, corresponsables 
  y protagonistas de la marcha de la comunidad, según los dones y servicios 
  que el Espíritu concede a cada uno para el bien común. Pues bien, 
  San Pablo les dice a los cristianos de Corinto que la celebración de 
  la Eucaristía es precisamente la fuente principal de donde arranca y 
  donde se alimenta esa comunión y esa fraternidad que tiene que reinar 
  entre todos los miembros de la comunidad cristiana: "El cáliz de 
  bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la 
  sangre de Cristo? Y el pan que parti-mos, ¿no es comunión con 
  el cuerpo de Cristo? Como hay un solo pan, aun siendo muchos, todos formamos 
  un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1 Cor 
  10, 16-17).