Historias del Castillo
Autor: Manuel Gavira Mateos

Capitulo 5. De cuando lo habitaban dos damas ...


"Esta casa huele a gloria,
decirme quien vive aquí,
aquí vive una gran señora
para quien sepa distinguir".
(Fandango de Antonio Mairena).

Cuando se mira el Castillo desde el Chorrillo uno no puede imaginarse que la entrada habilitada para el mismo sea tan tortuosa, y por el callejón que va desde la Iglesia hasta la Atarjea. Una vez franqueada la primera puerta se accede por una escalera a un pequeño patio, que hace de zaguán. Aquí, manipulando una gran argolla que mueve en el tramo final una campanilla, se llama y al poco tiempo aparece un mozo, que presta allí su servicio para casi todo durante el día, llamado Fernando. Después de permitir nuestra entrada nos guía por un sendero sinuoso y ascendente hacía el antiguo patio de armas de esta fortaleza, hoy convertido en un florido jardín de alcázar árabe, que tiene el centro alrededor de dos columnas romanas, que con sencillo capitel, tosca basa y sobre un pedestal moderno embellecen el lugar, y de un pozo con un brocal repleto de viejas piezas de cerámica, antiguas bolas de artillería y agradecidas macetas de geranios, malvas, príncipes, gitanillas... que hermosean todo el entorno.

Aquella tarde de otoño que lo visité con unos de amigos, y una vez que nos disponíamos para entrar en el museo, apareció por una puerta lateral de esta fachada neo-mudéjar que da al patio una pulcra mujer, ya de cierta edad, que lucía un coqueto moño, que llevaba recogido en la parte baja de su cabeza, vestida de negro y con delantal de raya, que se aflojó para quitárselo mientras nos saludaba. Era Dolores, que con un ademán apropiado le dijo al muchacho:
- Fernando, mientras la señora se prepara que vean los exteriores.

Así, dirigidos por éste, gran cicerone de estas partes y conocedor de todos los nidos de cernícalos del castillo, comenzamos un recorrido por las murallas, escaleras, rampas, azoteas, almenas y torres exteriores. En este paseo descubrimos un foso impresionante visto desde arriba, hallamos una nueva vista de casas blancas y de grandes corrales de nuestro pueblo, bajamos por una escalera en codo que nos llevó a la puerta principal, esa que da a los molinos y a la vega, y que parece que lleva años sin abrir. Al rato volvimos sobre nuestros pasos y accediendo a las azoteas nos acercamos, en altura y distancia, al vetusto campanario de nuestra iglesia.



Cuando ya estábamos casi exhaustos de bajar, subir, avistar,... nos encaminamos para la portada principal, y por la puerta del palacete neo-mudéjar, entramos en un vestíbulo repleto de estanterías, armas, viejas banderas, cerámica... en el que nos esperaba Dolores. Allí formalizamos el pago de la entrada a tan recio monumento. Dolores nos lleva en primer lugar al comedor de esta residencia-museo. Era un comedor aún funcional, en el aparador destacaban unos grandes huevos de avestruz, en una cómoda fina loza de Talavera, en las vitrinas exóticos juegos de café, en la larga mesa un vistoso frutero de cristal, y en una antigua tronera, que ahora cumple la función de una alacena, se apreciaba una magnífica vajilla inglesa con cristalería de bohemia. En esta sala se conservaba, además, sobre sus paredes bellas acuarelas y románticas fotos. La limpieza y el buen orden de los muchos objetos allí acumulados certificaban las virtudes y el buen hacer de Dolores durante sesenta años, pues entró en el Castillo cuando tenía doce años para ayudar en la cocina y aún permanecía allí. Mérito que además le capacitaba para hacer sus comentarios, por cierto con sutil gracia y ágil soltura, emulando a cualificadas expertas en historia y arte.

A continuación, pasamos al gabinete. Era el sancto santorum del museo, todo permanecía como lo dejó su primer y único morador, Don Jorge Bonsor. Un retrato suyo presidía el viejo cuerpo de guardia y en la espaciosa sala había testimonios de todas sus facetas: arqueólogo, escritor, pintor, astrónomo, folklorista... Tal vez lo único que había cambiado a lo largo de los años era el libro de firmas que sobre su mesa de trabajo había desde el año 1.907, en él todos los visitantes dejábamos nuestra impresión a la hora de la despedida, con cuyo acto Dolores terminaba su papel de anfitriona en cada visita que recibía.



Pero al final, cuando ya creíamos que habíamos acabado, nos hizo pasar al salón. Aquí nos esperaba una señora que parecía formar parte de la decoración, estaba sentada en un sofá isabelino, escoltada por un bello reloj de bronce con candelabros y en medio de valiosos cuadros religiosos y costumbristas. Rápidamente se puso en pie, nos la presentó su fiel sirviente y acompañante. Era su señora, Doña Dolores Simó. Durante un buen rato, ésta nos habló y habló de Don Jorge, de cómo lo conoció, de lo joven que contrajo matrimonio con él, de los cuarenta años que ya llevaba viuda, de las grandes personalidades que venían invitadas al castillo en vida de su marido, del buen humor que tenía siempre, de lo incansable que era cuando decidía su tarea, de la estatua de Servilia que se conserva en la Necropolis de Carmona y que él encontró, del placer que sentía Bonsor por observar las estrellas desde el patio del castillo en las noches claras... y en esta conversación, entre retazo y retazo melancólico, Dolores hizo funcionar una vieja caja de música accionada por una manivela. Con sus melodiosos acordes nos despedimos de tan entrañable pareja de señoras.

Aún tuvimos la fortuna que Dolores nos acompañase hasta la puerta para formalizar la marcha, pues Fernando al empezar a caer la tarde se había ido ya a su casa. Por el trayecto hacía la calle nos comentó Dolores que cuando entró a trabajar en la cocina del castillo era tan chiquilla y bajita que le arrimaban un banquito para poder llegar a los fregaderos, de eso hacia ahora más de sesenta años, y ya había llovido. Ahora allí, al caer la noche, sólo quedaban ellas dos, con sus recuerdos, sus añoranzas, sus deseos, sus rezos, sus dudas... nos decía que frecuentemente, en estos momentos de íntima y sincera confidencia, le preguntaba a su señora qué sería del castillo y del museo cuando ellas faltasen, y que la señora siempre respondía lo mismo: "Lo que Dios quiera". A lo que ella contestaba una y otra vez: "Si, bueno, pero... ¿qué querrá?