Historias del Castillo
Autor: Manuel Gavira Mateos

Capitulo 4. De cuando Ángel Simó vivía en el Castillo...

Ángel fue un personaje muy singular que durante las décadas de mitad del siglo XX vivió en Mairena, entre hermandades, altaritos, manifestaciones patrióticas, tabernas, tertulias, reboticas, cernícalos, funerales y procesiones. Quienes lo conocieron bien dicen de él que su corazón era mayor que su estatura.


De su cuñado, Don Jorge Bonsor, aprendió el "Yes, very well", como expresión que manifestaba su siempre estado de ánimo alegre, y de él heredó además los dominios del castillo cuando Don Jorge murió. Y allá se convirtió, al poco, en cicerone apropiado, mandadero interesado, guarda de pocas puertas, taquillero oficial, vigilante de todos los nidos de cernícalo, sereno que hacía su idílica ronda por las altas almenas de la antigua fortaleza, y vigía desde la más alta atalaya de la misma de todas las calles y casas del pueblo, siempre acompañado de su fiel perro León.

Pronto la devoción, casi diaria, que profesaba a Baco, dios del vino y del delirio místico en la mitología romana, le hizo popular e ilustre entre todos los parroquianos, pues administraba este culto lo suficientemente bien para no ofender a nadie ni ser humillado por nadie. Lo que no evitaba que su hermano, alcalde de la más triste posguerra, de camisa oscura, reluciente correaje y brillantina en el pelo, más de una vez tuviese que enviar a los municipales para recogerlo y llevarlo a casa. Y aún se recuerda lo que sucedió una vez un día lluvioso, cuando las tormentas de antaño eran más generosas, que cargado con la capacha o cesta de mimbre vacía por los últimos recados sin comprar de su hermana, Doña Dolores, y teniendo que regresar al castillo, por cuestión ya de tiempo y no por cierto con la misión cumplida, se empapó de agua debajo de un canalón en una calle céntrica, mientras con gran sentido de humor y voz quebrada cantaba:

El vino es mi padrino,
el aguardiente mi pariente,
yo no voy a ningún sitio
como no venga mis gentes.

Su modo de vida se basó en un sobrevivir milagroso con la familia hasta el final de sus días, pues ésta conociendo su debilidad no quería promocionarla, y lo tenían como suele decirse "cortito". Entonces, Angelito inventó una y mil formas para permanecer en este mundo mercantilista, puso un negocio a media con Manuela, su vecina por la Atarjea, que consistía en la venta de las crías de cernícalo a los niños del pueblo. Él las recogía cuando caían de sus nidos al intentar estas aves el primer vuelo y Manuela las vendía en su casa, donde las exponía en un singular cajón que él mismo le preparó para tal fin. A la vez se hizo afanado electricista, donde la instalación de los primeros conmutadores, lámparas y enchufes en aquellos cableados exteriores de llaves y aisladores cerámicos no tenían secreto para él, tal vez sería esta actividad la más lucrativa de todas las que tocó, pues era llamado a muchas casas para algún que otro chapú. Su presencia era también necesaria por este oficio en la iglesia, donde la instalación eléctrica de nunca fue buena, y en cuantas casetas de feria o fiestas de calles era preciso un cableado, allí aparecía él presto para aplicar sus conocimientos y habilidades.

En una de las veladas conmemorativa por el final de la guerra civil levantó, no con poca maña e idea, una artística fuente en uno de los rincones de la calle de la Iglesia, y entre bombillas para la ocasión, piedras pintadas, hojas de palmera, y falsa corriente de agua era necesario que la vecina de nombre Victoriana, que prestaba su pared, echase agua por la parte más alta al objeto de conseguir un mayor realismo y pareciese que el manantial surtía de agua el pintoresco rincón de arriba hacia abajo.

Los bailes y la algarabía no faltó en aquella fiesta, pero la pobre mujer pronto se cansó, de sacar el agua de su pozo, de transportar los cubos al lugar, y de subir por una escalera interior y tirar el agua. Angelito, que siempre buscaba el aplauso ajeno, y si podía ser con copita de anís o mosto según la hora mejor, rápidamente montaba en cólera si la fuente se secaba, y entonces los muchachos y muchachas con gran sorna popularizaron esta sevillana:
La fuente del enanito
ya no echa agua,
porque se la bebió
la Victoriana,
ayer por la mañana.


Pero fue, sin duda, entre hermandades, procesiones, jubileos, cabildos y cultos donde él más se realizó. Uno de sus cometidos era llevar a la casa de los recién fallecidos, y una vez que algún familiar del mismo diese cuenta al Mayordomo de la Hermandad de Ánimas del óbito, el correspondiente aparato mortuorio. Éste lo formaban los siguientes elementos: paño negro, Crucifijo, altar y candeleros. Ángel llegaba tan pronto como le era posible a la vivienda del difunto, y allí preparaba la estancia mortuoria convenientemente, ensamblaba el altar presidido por el Crucifijo y alumbrado por las cuatro velas de los candeleros, debajo del féretro colocaba el paño negro y a su alrededor cuatro cirios que daban una esperpéntica luz al cadáver. Si el finado además era hermano de la Cofradía de Ánimas, entonces era obligación suya también acompañar al muerto hasta el mismo cementerio con el estandarte de la Hermandad. Aún no se sabe cuanto ingreso le suponía a él esta actividad, pues cada familia le pagaba según su entender, capacidad y disposición, no habiéndose nunca estipulado por estos servicios de caridad cristiana cuota fija, y de lo cobrado, además, parte era para el sostenimiento de la Hermandad, al menos en teoría.



Ángel fue casi toda su vida hermano, también, de la Sacramental. No había cabildo o culto que no se contase con su presencia. Ejerció en la Hermandad, entre otros, el cargo de Muñidor durante varios años, empleo que le permitía contar con una modesta gratificación, de la que él siempre se quejaba en aras de conseguir una hipotética mejora. La función de su labor le permitía acudir con gran frecuencia a todas las casas: cobraba los recibos de la hermandad, repartía las citaciones y convocatorias para las diversas representaciones en actos de la parroquia o locales, cobraba y colocaba las velas para el Santísimo en el Triduo de Carnaval devolviendo después los cabitos, estaba pendiente de la boda de un algún hermano, pues entonces debía preparar la velación correspondiente a los novios, distribuía los hachones y medallas para los cultos, etc... Además, con una legión de niños, organizaba siempre la recogida de los pasos y de todos los utensilios con que se contaba, candeleros, paños y cortinas, manifestador, palio... en las dependencias del castillo, concretamente en la antigua cochera o cuadra del recinto amurallado.
Cuando por los años desapareció y su menuda figura dejó de presidir las viejas almenas del casi sempiterno castillo, un frío y fantasmal vacío se apoderó de sus muros y su ausencia por nuestras calles aún se añora.